Me atreví a viajar y todo salió peor de lo que esperaba. Me quedé
sin dinero a mitad del viaje, me sentí muy sola, vi como le robaban 300 euros a
una conocida delante de mis narices. Hice una cola de 45 minutos para que me
sacaran una foto y final resultó que no había ninguna. Alguien me dio la
espalda y me sentí como una carga cuando debería haber sido ligera como una
pluma y vivir la que se suponía una de las mejores experiencias de mi vida.
Tuve que volver antes a casa, con la sensación egoísta de haberme fallado a mí
misma, y adaptarme a la rutina de la zona de confort. Porque después de todo
viajé. Aunque ahora incluso me parece como un sueño lejano, la sensación
agridulce que tengo cada vez que pienso en todo lo que tenía que haber hecho y
dejado de hacer me hace creer que salí de la caja durante un tiempo. Las pocas
fotos mal ejecutadas que me permití sacar durante esas tres semanas sirven de
testigo de que no las bajé de internet para autoconvencerme, sino que estuve en
esos sitios y vi con mis propios ojos lo que todos vieron allí.
Está claro que siempre pesan más las experiencias negativas
porque también tuve momentos fantásticos durante el viaje pero, aunque sea
injusto para los protagonistas de estos, no logran hacer que diga de verdad que
este fue el gran viaje de mi vida. Pero aun así me quiero mantener positiva y
pensar que si este no fue el gran viaje de mi vida es porque va a venir uno
mejor. Solo queda creer y luchar.
Fue una experiencia más que sobrecogedora de la que me
arrepiento no haber sacado el máximo partido. Pero lo bueno de todo es que
siempre me quedará París. Y Londres. Y Breda. Y Novara. Y el mundo.