Salmodiaba en un torpe español, quizás aprendido
en las lejanas aulas europeas, tantos años atrás,
y en otros viajes, tantos, por aquel Continente.
No sé si el mal de altura de la ciudad de Cuzco,
o tal vez sus palabras, o la larga bebida,
o quién sabe qué importunos fantasmas, otorgaron
un ámbito asfixiante a nuestra charla,
como si al avanzar en su relato, un demonio moral
tomara cuerpo en mí para ofenderme.
Por si a alguien interesa y por si ofende a alguien,
esto fue lo que dijo aquel borracho en Cuzco:
Escúchame, español; si no lo has hecho,
no sabes qué es vivir. Y no lo has hecho.
Hay que desmemoriarse de todo y de uno mismo en adelante,
matar en ti la vida que has fundado. No me entiendes.
En el viaje no importan las ciudades, los climas extranjeros,
los hijos que te nazcan en mujeres de paso nada importan.
Hay mujeres, hay climas, hay hijos y ciudades
aunque te quedes quieto allí donde naciste.
Lo que importa en el viaje es saberse en el viaje,
desde ningún lugar hacia ninguna parte, de nuevo en el camino.
Pero tú aún no lo sabes.
Pero tú aún no lo has hecho.
Pero tú aún no has vivido.
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